miércoles, 27 de febrero de 2008

Nieve y mate

Aquella Semana Santa no se presentaba demasiado prometedora en el Colegio Mayor, y Paulino y yo decidimos hacer “snowboard” en Sierra Nevada. Ninguno de los dos éramos aficionados a los deportes de invierno, aunque ambos habíamos coqueteado tímidamente con el esquí. Unos colegiales nos prestaron las tablas, y para el alojamiento, la tía de Paulino se ofreció a darnos cobijo en su casa, en un pueblo cercano a Granada. El viaje al menos se antojaba económico.

Cuando llegamos a la estación no quedaba demasiada nieve. La Semana Santa había caído relativamente tarde, y los cañones de nieve alimentaban artificialmente los últimos coletazos del invierno serrano. A nosotros, auténticos principiantes, nos sobraba.

Hicimos unas primeras tomas de contacto con la nieve y el resultado fue desesperanzador. Las caídas infinitas y el consecuente e insoportable dolor en rabadilla, brazos y muñecas nos hicieron meditar la opción de contratar un profesor para que nos diera al menos unas nociones básicas de estabilidad. Ante el penoso espectáculo, se nos acercó un argentino ofreciéndonos sus servicios. Era un tipo moreno, con media barba y ojos azules penetrantes; realmente atractivo. No pudimos negarnos ante tal magnetismo.

Decidimos dar una clase de una hora con el argentino que no tardó en darse cuenta de la torpeza innata que atesorábamos. Es probable que no nos mantuviéramos sobre la tabla más de tres minutos seguidos; sin embargo, aún a pesar de que éramos incapaces de seguir la mayoría de sus instrucciones, sí que éramos conscientes entre caída y caída de cómo daba clases simultáneas y gratuitas a todas las mozas de buen ver que pululaban por los alrededores. Le recuerdo con especial rencor en una imagen a lo lejos en la que sujetaba por la cintura a una veinteañera con abrigo amarillo mientras yo caía por un interminable abismo dando vueltas envuelto una bola de nieve. Cuando quisimos despedirle por estafador, la clase ya había terminado; nos dijo adiós y empezó una lección distinta con su nueva alumna, la chica del abrigo amarillo.

En Corea, bastantes años después, he vuelto a subir a una tabla de snow. Unos amigos coreanos nos llevaron hace una semana a una pequeña estación cercana a Seúl, y la experiencia, aunque resultó también dolorosa, fue bastante más grata que la granadina. Contra todo pronóstico me desenvolví con gracilidad y estilo en las pistas, aunque he de reconocer que para ponerme en pie necesité siempre de un equipo de grúas. En algún momento, mientras me deslizaba en solitario por las pendientes asiáticas, temí encontrarme con aquel argentino de nuevo. Esta vez estaba preparado, mi método de “snowboarding” autodidacta me había conducido al éxito y me hacía sentirme fuerte. Esta vez sabría decir “No” a su descarada y argentina propuesta.




.


No hay comentarios: