domingo, 13 de enero de 2008

Hormiguero

Las hormigas coreanas se ven pequeñas desde la ventana de la oficina. Mirando abajo, a lo lejos se puede ver como en ocasiones se chocan entre sí, se saludan y se frotan las patas entre ellas. Una vez comprobado que ambas pertenecen a la misma colonia, prosiguen sus caminos, opuestos, hasta chocarse con otra nueva hormiga, repitiendo el ritual una y otra vez. El hormiguero tiene innumerables entradas y salidas, y desde la planta dieciseis veo como las hormigas desaparecen y aparecen por ellas en un errático y constante vagar.

Seúl son dos ciudades. Subsuelo y superficie. A través de los infinitos túneles el enjambre se traslada prácticamente a cualquier punto de la urbe. El metro agujerea la tierra mojada. Interconexión. Las hormigas coreanas se resguardan del frío, compran, se alimentan, se relacionan e incluso cruzan las calles valíendose de galerías y pasos subterráneos . Abajo están a salvo de una ciudad inhumana en la que el automóvil dio un golpe de estado hace mucho tiempo.

A los pies del enorme edificio que alberga nuestra oficina, hay una gran arteria de asfalto de ocho carriles cuyo final no se acierta a ver. Por ella mana a borbotones un incesante flujo de vehículos de fabricación coreana. De vez en cuando se deja ver algún que otro glóbulo blanco de importación. El inmenso paso de peatones que atraviesa la calzada de lado a lado es sólo un camino seguro durante un intervalo de unos pocos segundos. El verde parpadeo del semáforo es tan breve que la vieja hormiga del tacatá no consigue cruzar.




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