Este fin de semana he ido en tren a Busán, la segunda ciudad en importancia de Corea del Sur. Busán es un calco de Seúl, pero a orillas del mar. Hemos viajado en una especie de tren de alta velocidad que llaman KTX (el AVE coreano). El viaje ha sido limpio, sin atascos, sin retrasos o sorpresas. Me gusta viajar en tren, pero por una u otra razón no lo hago muy a menudo.
Recuerdo con nostalgia cuando hace un par de años viajaba con Tito por Europa hacia las repúblicas bálticas. Aquel verano cogimos innumerables trenes, tanto reales como imaginarios. Los primeros eran trenes destartalados, sucios y viejos, que aún olían a telón de acero. Lentos y ruidosos avanzaban a través del verde verano polaco. El viaje en tren no dejaba de tener un componente romántico y en ocasiones parecía sentirme como un Miguel Strogoff contemporáneo que cruzaba el mundo para entregar su correo... Aquellos trenes ex-soviéticos no eran demasiado cómodos, y solíamos salir al pasillo, donde sacábamos la cabeza por la ventana para mirar y respirar. La cadencia del tren, su circular tranquilo, el aire en la cara, y los paisajes que llegaban y se alejaban, hacían aquellos momentos ideales para el ascetismo y las reflexiones más íntimas.
Pero aquellos profundos momentos de autorrecogimiento y ferrocarril, de comunión entre paisajes y traviesas, acababan siempre de la manera más triste. Los pinos y los arroyos igual que surgieron, iban desapareciendo, y poco a poco, esporádicas visiones, cada vez más frecuentes, iban creando en mí un estado de desánimo y desolación. La pequeña vía por la que nos movíamos repentinamente iba escoltada por tres compañeras, paralelas e implacables; las brillantes casitas de campo dejaban paso a tristes y sucios suburbios de grafiti y alambre de espino; los cables y tendidos oscurecían el cielo, y los niños que saludaban al tren desde sus bicicletas ahora eran mendigos que se refugiaban bajo los túneles ferroviarios.
No podemos verlo, no queremos.. Los suburbios, la pobreza y la suciedad surgen de la nada. De pequeño pensaba que todo aquello que tocaba el tren lo destruía, pero ahora sé que no es así. Todo estaba ahí mucho antes de que la máquina de vapor fuera inventada. Cuando el tren atraviesa a la gran urbe como una lanza, no la mata; sólo desfigura su rostro. Mientras las vías rasgan la piel de la ciudad, sólo los viajeros que quieren mirar son conscientes de la realidad paralela, del inframundo que ha destapado el convoy. Con un poco de suerte, en la estación ya habrá pasado todo y podrán olvidar lo que han visto.
"Tren interruptus"
Recuerdo con nostalgia cuando hace un par de años viajaba con Tito por Europa hacia las repúblicas bálticas. Aquel verano cogimos innumerables trenes, tanto reales como imaginarios. Los primeros eran trenes destartalados, sucios y viejos, que aún olían a telón de acero. Lentos y ruidosos avanzaban a través del verde verano polaco. El viaje en tren no dejaba de tener un componente romántico y en ocasiones parecía sentirme como un Miguel Strogoff contemporáneo que cruzaba el mundo para entregar su correo... Aquellos trenes ex-soviéticos no eran demasiado cómodos, y solíamos salir al pasillo, donde sacábamos la cabeza por la ventana para mirar y respirar. La cadencia del tren, su circular tranquilo, el aire en la cara, y los paisajes que llegaban y se alejaban, hacían aquellos momentos ideales para el ascetismo y las reflexiones más íntimas.
Pero aquellos profundos momentos de autorrecogimiento y ferrocarril, de comunión entre paisajes y traviesas, acababan siempre de la manera más triste. Los pinos y los arroyos igual que surgieron, iban desapareciendo, y poco a poco, esporádicas visiones, cada vez más frecuentes, iban creando en mí un estado de desánimo y desolación. La pequeña vía por la que nos movíamos repentinamente iba escoltada por tres compañeras, paralelas e implacables; las brillantes casitas de campo dejaban paso a tristes y sucios suburbios de grafiti y alambre de espino; los cables y tendidos oscurecían el cielo, y los niños que saludaban al tren desde sus bicicletas ahora eran mendigos que se refugiaban bajo los túneles ferroviarios.
No podemos verlo, no queremos.. Los suburbios, la pobreza y la suciedad surgen de la nada. De pequeño pensaba que todo aquello que tocaba el tren lo destruía, pero ahora sé que no es así. Todo estaba ahí mucho antes de que la máquina de vapor fuera inventada. Cuando el tren atraviesa a la gran urbe como una lanza, no la mata; sólo desfigura su rostro. Mientras las vías rasgan la piel de la ciudad, sólo los viajeros que quieren mirar son conscientes de la realidad paralela, del inframundo que ha destapado el convoy. Con un poco de suerte, en la estación ya habrá pasado todo y podrán olvidar lo que han visto.
"Tren interruptus"
Vía polaca
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2 comentarios:
Pero qué bien escribes, sinergio¡¡¡ Te vamos a conceder, desde la Ofi de Sao Paulo, el premio al mejor blog cequero.
El tren al menos tiene ese componente de romanticismo, pero qué me dices de las estaciones de autobús? Éso sí que es un inframundo...
Besos de tus fieles seguidores brasileiros
Para mi que este cabrón tiene un "negro"(igual es antonio Moreno...)que le escribe los posts, como Ana Rosa Quintan y su famoso libro...
Descúbrete gañán!!!
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