Ayer me hice un pequeño esguince jugando al fútbol. Mi mamá coreana se empeñó en que al día siguiente por la mañana me llevaría al hospital si no mejoraba. Qué amable. Es domingo por la mañana, las 6:30 concretamente y llaman a la puerta de mi habitación: ¡¡¡Aleeeex, Hospital!!! Confío en que todo sea un sueño, una mala pasada de mi imaginación, pero no, es real. Son las 6:30 de la mañana y mi mamá coreana me lleva al hospital. Qúe amable.
A lo largo de mi dilatada vida futbolística no he tenido demasiadas lesiones. Nunca nada grave. Alguna tocedura, contractura, raspadura o arañazo. Los esguinces son bastante habituales. Una semanita en el dique seco sin demasiados esfuerzos motrices y ya está. Mi esguince de ayer era poca cosa. Tan poca cosa, que podíamos haber ido al hospital a las 6 de la tarde. Sinceramente, me dolió más el levantarme que el propio esguince. Todo el mundo sabe que los domingos deben ser para el descanso, el recogimiento y la meditación ¿Acaso en Corea no?
Una vez en el hospital, me tomaron la tensión nada más llegar. Y aunque yo quería explicarles que no hacía falta, y que me miraran el pie solamente, les dejé hacer. En algunas ocasiones sólo intentar preparar mentalmente los palabros y gestos que vas a utilizar para comunicarte con un coreano es agotador, y a veces es mejor permanecer en silencio. Me tumbaron en una camilla, y el médico de guardia, un barbilampiño adolescente recién graduado, me miró el tobillo durante unas doce centésimas de segundo. Poco después, me clavó cinco agujas en el pie y otras cuatro en el brazo. Tras 15 minutos con las agujas clavadas, volvió para retirarmelas y mandarme a casa. Siempre he confiado bastante poco en este tipo de medicinas naturales. Curanderos y chamanes nunca fueron de mi agrado. Acupuntureros tampoco demasiado. Sin embargo, me volví tan contento: cojeando ligeramente igual que antes, pero con la satisfacción de haber probado la medicina más ancestral de Asia. Cada día una experiencia.